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Thursday, June 18, 2009

Contra la mejor música.

Contra la mejor música.

Sin caer en la exageración de atribuir “sabiduría” al saber popular, podemos coincidir en que hay ciertas intuiciones, chispazos de revelación, que se manifiestan en algunas expresiones comunes de la cultura. Uno de estos retazos de sabiduría condensada dice “Lo mejor es enemigo de lo bueno”, ilustrando lo que pretendemos denunciar de aquí en más. Se nos ha dado, desde que vinimos al mundo, una falsa elección: o ganamos o miramos de afuera. Pues bien, aquí hemos decidido resistir esa falsa disyuntiva: hemos decidido jugar de todas maneras, aunque seamos malos, pataduras o estemos destinados a no ganar la contienda.

La sociedad consume música como el agua. La música está presente en cada manifestación cultural, en cada encuentro social y cada evento significativo de las personas. Desde que Brian Eno compuso su famoso álbum “Música para Aropuertos” y Jean Michell Jarre, por no ser menos, grababa "Música para supermercados", con obras concebidas para ser escuchadas por la gente que compraba en esos templos del siglo XX, pocas actividades humanas han sido descuidadas de la musicalización. La gente consume música en forma conciente y premeditada o brutalmente impuesta. Hay quien pasa música en la playa, frente al mar y quien la pasa en el restaurante. ¿Cómo concebir un balneario de la costa atlántica bonaerense o un Mac Donald’s sin su estridente dosis de basura musical? Ya sea un parque de citas para enamorados o una feria de barrio, siempre está el comedido que por horror al silencio, se cree destinatario de la misión de poner el aire a vibrar. Entonces abre el baúl de su automóvil y conecta el reproductor de música grabada. Miles de horas de observación paciente y reflexiva nos autorizan a decir lo siguiente: El pobre musicalizador, lejos de poner a sonar la música para escucharla y disfrutarla él mismo, no hace sino obligar a los demás a escuchar lo que él considera “su música”, obteniendo de semejante atropello cierto placer indefinido, preocupantemente emparentado con la violación, o al menos, el abuso deshonesto. Admitámoslo: la gente, en particular los varones, disfrutan de hacerle escuchar “su” música al resto de la humanidad. ¿Por qué nos resulta tan patético, tan vergonzante, este comportamiento? Por varias razones. La primera y más evidente es por la connotación sexual: la música como forma de silenciar el aullido de los otros monos rivales; una expresión más entre las millones de formas que adopta el mensaje primitivo de “miren qué grande que la tengo”. Pero hasta aquí, incluso uno podría mirar con simpatía esta versión humana del rito de cortejo, universalmente musicalizado en cuanta especie animal haya desarrollado el sentido del oído. Ya sea el croar de los anfibios, el grito de los alces, que algún nombre específico debe tener, o los insalubres maullidos de los gatos en celo, la naturaleza le pone sonido a toda etapa donde una esperanzada pareja sexual busca a la otra. Bastaría hasta aquí, con reconocer que cada vez que un pobre discjockey improvisado se esmera por poner música donde nadie la ha pedido, el pobre no hace sino expresar alguna necesidad sexual temporaria o permanentemente insatisfecha. Será incómodo para el resto de los mortales; incluso disparará alguna sonrisa burlona entre quienes son concientes de la hormonalidad del fenómeno, pero más allá del atentado contra el silencio o los sonidos propios de la naturaleza, el hecho de que un pobre infeliz ponga música donde naturalmente no la hay, no representa de por sí un gran pecado. ¿Por qué habría que desalentar entonces al joven que pasea su auto por la plaza del pueblo, con las ventanillas bajas, en pleno junio, entusiasmado con la imaginaria posibilidad de que los sones del regueton colmen espontáneamente su automóvil de mujeres ávidas de procrear? Bueno, básicamente quien pone música se hace cómplice de un crimen contra el arte; y este crimen es independiente del género musical que se desparrame por los parlantes del automóvil o del club de aeromodelismo. Ya sea que se difunda un tango, un cuartetazo o una grabación de un concierto de Bela Bartok, el crimen es el mismo. Este atentado contra la cultura posee varias facetas que intentaremos explorar.
Ya Humberto Eco denunciaba en su obra “Apocalípticos e Integrados” las implicancias de la tecnología de grabación musical en la cultura. Antiguamente, antes de la invención del fonógrafo, si uno quería escuchar música tenía dos opciones, o la generaba uno mismo o acudía allí donde otros músicos la ejecutaban. Esto hacía que la formación musical, al menos como ejecutante, fuera parte integral de la educación. Aún los más postergados agricultores esclavos del siglo XIX sabían cantar o tocar algún instrumento musical. Esta música que podía oírse en las plantaciones, la iglesia parroquial o el anfiteatro de la ciudad, poseía las siguientes características: 1) Era música mediocremente interpretada, puesto que quienes la ejecutaban eran personas del barrio y no se exigía virtuosismo alguno para permitirles hacer música. 2) Era música directamente ligada a los intereses y experiencia de los ejecutantes. Por eso se podía distinguir entre la música de la corte, compuesta para ser ejecutada por personas con el tiempo suficiente para desarrollar y exhibir el profesionalismo de la interpretación, y la música popular, con composiciones más sencillas y menos exigentes para un intérprete que debía invertir su tiempo vital en otros menesteres.
Con el advenimiento de la música grabada, el consumo musical se fue radicalizando hacia la selección de grabaciones de mucha calidad, de cualquier índole temática. Esto llega hasta nuestros días de manera que uno escucha y valora sólo la música interpretada y compuesta por los mejores músicos. La disponibilidad de música grabada a costo prácticamente cero, hace que ante la necesidad de escuchar música, la gente no tenga ya que producirla o ir a escucharla donde actúan músicos en vivo, sino que basta insertar un disco en el reproductor o poner play en el winamp para disfrutar de la experiencia musical. Ante semejante oferta musical, ¿por qué alguien querría acudir a un concierto sinfónico brindado por la probablemente mediocre orquesta de los bomberos voluntarios de la ciudad cuando por un precio ínfimo se puede escuchar la misma obra en casa, grabada e interpretada por los mejores músicos del mundo? La paulatina difusión de este repertorio de obras grabadas de altísima calidad, no solo del mundo de la música sinfónica sino de la misma música popular – recordemos que aún las bandas de cumbia villera utilizan músicos sesionistas en sus grabaciones – inevitablemente desplaza del tiempo de escucha a las grabaciones de menor calidad. Como resultado, el oído del consumidor musical se ha afinado a tal punto que para la gente común ya no vale la pena producir o ejecutar música: para eso están los artistas consagrados. Este consumo de música grabada permite el siguiente fenómeno: hay gente que pasa su vida escuchando música solamante a través de sus aparatos reproductores (electrónicos, no biológicos). Doy fe que hay “expertos” en ópera que jamás han pisado un teatro ni han presenciado una representación en vivo del cantante lírico que idolatran.
La musicalización indiscriminada mediante la reproducción de obras grabadas entonces es un crimen cultural por cuanto contribuye a que cada vez menos gente común se ponga a hacer música. ¿Para qué, si es más barato poner un disco, y encima la grabación no desafina? Esto no debería sorprendernos en un sistema basado en el consumo masivo de bienes, cuyo mensaje final parecería ser “No hagas música; nosotros la hacemos por vos. No escribas; nosotros escribimos por vos. No pienses; nosotros pensamos por vos”. Hasta aquí, entonces, en nada se distingue este fenómeno de otras sustituciones, como la desaparición del pan hecho en casa o en la panadería de la otra cuadra a manos del pan industrial que traen, incluso desde provincias lejanas, pesados camiones movidos por combustible fósil y contaminante.
Hay un segundo problema derivado del escuchar música grabada, mucho menos perceptible que el anterior, pero no menos real. La gente que escucha en el living de su casa un concierto grabado y reproducido por un equipo de alta fidelidad, salvo excepciones, difícilmente experimenta la sensación que tanto el compositor como el intérprete han querido transmitir. Hay obras que no fueron concebidas para escucharse a través de un parlante, dentro de un recinto algo exiguo como un monoambiente moderno. Quien haya asistido alguna vez a un verdadero concierto, sabrá que los matices sonoros de los instrumentos reales no pueden ser reproducidos por un heroico, pero ineficaz, equipo electrónico de alta fidelidad. De manera que escuchar una sinfonía, una serenata campera, un coro de monjes o un tango en casa, equivale a presenciar la ruptura del glaciar Perito Moreno por la pantalla de la televisión, gracias a las cámaras del noticiero. Nadie niega el valor informativo de la experiencia. Quien presencie mediante la tele un espectáculo natural de esas características sabrá finalmente cuándo y cómo el glaciar se ha roto, desplazando millones de toneladas de agua, cuya onda de choque jamás podrá ser reproducida por mucho parlante 5.1 que le pongamos al televisor. También podrá uno conmoverse por el relato encendido del cronista que logrará transmitirle alguna emoción asociada al evento; pero todo sabemos que eso que ha presenciado el espectador no es de ninguna manera lo que hay de apreciable en el caso de estar allí, en vivo, frente a semejante maravilla. Son cosas distintas. Si de pronto pagáramos una costosa excursión para ver la ruptura del glaciar y, al momento de embarcar en el avión, la buena compañía aérea nos intentara convencer de que mejor sería quedarse a presenciar el evento en una cómoda sala situada en el aeropuerto, donde por el mismo precio que hemos pagado, se nos convidará vino y sánguches de miga, mientras vemos deshojarse la inconmensurable mole de hielo en la pantalla gigante de una mega-plasma de cientos de pulgadas de ancho, seguramente protestaríamos con toda la fuerza de nuestra voz, y acaso los puños, pues hemos pagado por ir allá, junto al hielo, no por verlo en un televisor, por bueno y cómodo que éste nos resulte. Ya sean glaciares, cataratas, comidas o mujeres (y varones), no es lo mismo la película que la presencia. Tampoco es lo mismo la música presente que la música grabada. En términos sexuales, preferimos cenar con una pareja más o menos agradable y atractiva a contemplar la fotografía de nuestra(o) hipermodelo más deseable, mientras brindamos a su salud. Por muy realista que sea la foto, por muy sonriente y complaciente que nos parezca la imagen de nuestra modelo preferida, y aún considerando que la mujer de carne y hueso no nos dará nada más que su casta compañía, al menos por esa noche, preferiremos millones de veces la realidad a la reproducción, por mucha calidad que tenga esta última. Si tan claro es nuestro gusto, tan clara nuestra elección cuando se trata de otros sentidos, parece difícil entender por qué tantas veces nos conformamos con escuchar música grabada en lugar de ir a escuchar, o mejor aún, a tocar, música en vivo. Ya dijimos que en parte este fenómeno se sustenta en la valoración exagerada que se hace de la calidad de la música. Parecería que las piezas musicales no deben tener defecto alguno para que pueda ser motivo del deleite. Nos han acostumbrado a retirarnos aterrados ante un violinista que ha cometido un desliz y de pronto su arco ha chirriado brevemente. Condenamos al tenor que ha dejado escapar un gallo durante el primer acto, aunque durante el resto de la actuación, incluyendo el aria principal, haya interpretado a la perfección su parte. Si el guitarrista de la otra cuadra no toca como Carlos Santana ni el verdulero logra el registro de Gardel, no merecen ser escuchados; que se dediquen a otra cosa. Si tal criterio fuera utilizado para las parejas sexuales, es decir, si aquella señorita que no tiene la piel perfecta de la modelo televisiva ya no nos resultara atractiva, un futuro negro ensombrecería la supervivencia de la especie humana. Pues bien, un futuro negro ensombrece la supervivencia de la cultura. Estamos convirtiéndonos en máquinas de consumo, y cada vez queda menos lugar para la creatividad. Nos han convencido que no vale la pena cantar porque nuestra voz no es tan bella como la de Luis Miguel. Nos ha persuadido de que mejor no escribir si no somos capaces de las alturas poéticas de Neruda. Nos hemos conformado con escuchar el sonido, el pobre eco de la trompeta de Lois Amstrong, antes que intentar una simple pieza en la nuestra. Y la gran sorpresa que nos llevamos es que nada de esto es cierto. Sabemos de buena fuente, de gente que lo ha visto, que Amstrong se mandaba sus buenos pifies en sus interpretaciones en vivo, luego de los cuales seguía tocando sin ningún problema. Los cantantes parecen cantar fenómeno hasta que uno los escucha en vivo, sin ayuda de la electrónica, y entonces relucen las desafinaciones y los gallos. Por último, Neruda habrá sido muy buen poeta, pero cuestionable persona, de manera que hasta en eso hay campo mejorable para cualquier vate del vecindario.
La música debería ser nuestra actividad. Como el sexo o el fútbol. Deberíamos hacer música siempre que podamos, como nos salga, con gente real. Deberíamos preferir la música en vivo, por mediocre que parezca, a la mejor música grabada. Y deberíamos agarrar una bella señorita real, antes que soñar con diosas de photoshop.
Los mejores son el enemigo; los totalizadores que pretenden concentrar toda la escucha musical. “El mejor” es la negación del mediocre. Pero nosotros somos mediocres. Nuestras vidas se desarrollan a media agua entre la más excelsa altura, entre los récords de velocidad pedestre y salto con garrocha, y la inactividad total. Acaso pretenden que dejemos de jugar al fútbol una vez que hayamos perdido toda esperanza de hacerlo para el Manchester? ¿Deberíamos dejar el sexo, ya que las supermodelos están acostándose, justamente, con los jugadores de dicho club? Hace poco tiempo, una compañera andinista viajó a Mendoza por avión. Entre su equipaje llevaba el equipo de alta montaña (botas dobles, piquetas, crampones y demás cosas pesadas). Al ser increpada por el exceso de peso en su equipaje, la muchacha ilustró a la noble empleada sobre el régimen especial que tenía la compañía aérea para los deportistas, a los cuales se les permite 10 kilos de equipo extra. La empleada reflexionó unos segundos y luego argumentó que el andinismo no es un deporte. ¿Cómo que no es un deporte? Le preguntó mi amiga, a lo cual la empleada dijo: “No es una actividad deportiva, porque ustedes no compiten contra nadie”. O sea que escalar, trepar, explorar la cordillera y llegar a las más lejanas y dificultosas cumbres haciendo uso de la última energía del cuerpo y la más afilada agilidad mental, para esta pobre mujer no es un deporte porque no hay en ello competencia alguna, no se puede declarar un campeón, un “mejor” que todos los andinistas.
Hace poco tiempo, en una escuela donde trabajo no se cantó el himno nacional - era el 25 de mayo - porque no funcionaba el tocadiscos (dvd player). Al pobre director no se le ocurrió cantar el himno a capella.
Todo esto tiene el claro mensaje desalentador que nos dice “No hagas nada más que trabajar y consumir, dejá la creación en manos de quienes saben hacerlo” Pues bien, resulta que los demás serán “muy” mejores, pero esta es nuestra vida: Quememos los discos, apaguemos los televisores y mandemos a donde se merecen ir a los patéticos cantantes photoshopeados. Vamos a tocar música, y a cantar a capella, como nos salga, porque es de veras.

Fabian C. Casas- 2009

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